¡Me asaltaron en el Azteca! Parte 2.
Bueno... ¡casi! Bienvenue de vuelta a (Dicho sea entre paréntesis).
¿Dónde nos quedamos?
¡Oh sí!
Calzada de Tlalpan fluye junto a mí como un silencioso arroyo hecho de luz. En las cuencas de los ojos del chiquitín moneador, los tonos ambar de una van le encienden las pupilas, le alargan la nariz con sombras muy precisas.
En su comisura se esboza una sonrisa.
En mi imaginación del futuro próximo, los canes de la noche duermen apacibles junto a mi exquisito y ya hueco cadaver. Pero…
…el tiempo vuelve en sí, se incorpora como un vinil que vuelve a ser reproducido. En el paso entre caos y el orden, el tipo alega:
“¡No maaaaames! ¡Te la sábanas!”
Mis entrañas descansan cuando escucho éstas palabras.
Sonrío un poco mientras pienso en lo bien que me vendría un baño ahorita. Desde el fondo de la penumbra, el del América me levanta una ceja y el viejillo de la peluca me tira una sonrisa, dándome a entender que él siempre confió en mí.
“Yo soy cantante, broder” me dice el líder del tridente mortal tlalpeño. Sin pensar, se aclara la garganta y comienza la cantadera. El otro par bailan al ritmo del desentonado maleantillo.
Me uno a la diversión, en contra de todas mis múltiples y plurales fuerzas.
Se sabe: para un Opo no hay un acto más terrible y bajo que bailar. Me uno porque sé muy bien lo volátil que la mona vuelve a los compadres. No quiero arriesgarme (¿o sí? Hmmm…).
Así, pues, bailamos todos mientras el mushasho —me imagino—, se imagina multitudes frente a él.
En toda honestidad, no es un mal frontman. Se termina su canción y el público, comformado por ratas, cucarachas y uno que otro cacomixtle bailador, que observaban con sus colas anilladas desde el palco en el cableado sobre nuestras molleras protestosas.
Caigo en cuenta de la poética que hay en todo ésto.
No tenía más que sonreír porque, peligro inminente o no, pocas veces pasan éstas cosas y, aunque soy un quejoso de primera, la vida me fascina a cada —maldi-tasea—, instante.
De pronto un grito.
“¡WhatsApp!! dice el líder “¡WhatsAaaapp!” le repite al viejo de la peluca.
"WhatsApp”, me repito a mí mismo y me río ocultamente.
“Regálale un traguito al wero” le dice.
El WhatsApp busca en su Tote Bag y me extiende un Tonayán. Mi pata de palo. Mi primer y único amor. Quien me conoce lo sabe.
“Acabo de dejar de tomar” confieso en toda falsedad, corriendo riesgo una vez más.
“Tsssss” chista el pequeñín “¡Éste carnal es dioro!”.
Ellos siguen con su fiesta.
Han olvidado esa intención de despojarme de lo mío.
Decido permanecer un poco, platico con ellos. Me cuenta el líder que ellos votarán por AMLO, pero no WhatsApp, que interviene, agregando, de una manera sumamente elocuente en la pecera de sus percepciones, que él dará su voto al PRI porque —piensa— “Es la única manera en que uno puede siquiera tener chanza de ser rico en éste pobre país corrupto”.
(Dicho sea entre paréntesis: pienso, ahora mismo-right now, que… qué curioso y funny que haya elegido contarles ésta anécdota en tiempos de elecciones. Ja).
Los escucho un rato más y…
…tras atender, en ejercicio imaginario comunitario, a las anécdotas del parque, de la vida en la calle y aceptarles unos buenos traguines de Tonayán (banda: uno tiende a quebrarse ante el veneno de predilección del alma, tras tantita insistencia, pues). me retiro utilizando como pretexto a una preocupada esposa imaginaria.
“Ya saben, carnalitos”, les digo y sigo, tras pausar dramáticamente contemplando la negrura del cielo citadino “al corazón hay que cuidarlo siempre, ¿Sionó?”
Los tres asienten, sintiendo profundamente la mentira que, como el poeta de Pessoa, finjo pa’ sentirla verdaderamente.
Creí que les había apagado la fiesta, pero el líder toma su estopa, me la extiende. “Paso, bro” digo. WhatsApp la agarra, le pega un jale durízzimo de París, la pasa a la siguiente mano y los tres se van serpenteando con algarabía en dirección al quiosco cuando el del tatuaje de los 2 minutos se regresa, buscándose algo en el bolsillo…
…me tiemblan las piernillas
“Ha llegado la culminación de éste estirado clímax,”pienso. “¿Cuántos libros se habrán escrito desde ultratumba?” me pregunto, mientras se aproxima y saca del bolsillo un papelito que me extiende.
Lo miro.
¡Es una tarjeta de presentación! Whaaaaat??
Siento a mi ceja arqueándose, me debato internamente con ella para guardar la cara de póker face que Leidi Gága me enseñó a poner cantando su rolón.
“Me llamo Jonathan”. Así lo indica la tarjeta también.
Jonathan, explica, vive en la calle porque quiere y le parece más cómoda la libertad que en ella existe. (aquí concordamos, pero no nos atrevemos). Me cuenta que tiene un negocio de toner e impresiones, al otro lado de Tlalpan, enfrentitititito del Azteca, en la puerta número quiensabecuál.
“Cualquier cosa, carnalito, acá en el barrio ya estás protegido”, dice, “nomás acuérdate de nosotros y pásate pal’ chesquito ayy de vez en nunca, ¿no? Parito…”.
Le estrecho la mano con una sensación extraña como de orgullo, como de un… ¿onvre cambiado? Me siento muy cercano a él.
Jonathan lo siente también y se alarga como mono hecho de goma y me abraza. Tenemos un momento de segundos que se imprime por siempre en mi memoria.
Me doy media vuelta y él también.
Estoy rusheado, asustado, confundido. Cosas como ésta me suceden a menudo (aún hoy día, algunos de ustedes las han vivido junto a mí).
Camino. Llego a casa y me enciendo un cigarrón marlborito rojo para el susto.
Me echo a escribir como un demonio endemoniado.
No queda más (I guess).
La noche se torna en mañana y la poderosa masa de nuestro enano sol, me empuja los párpados pabajo.
Llegan las tinieblas una vez más…
¡Gracias por leerme!
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