Apología para la noche en vela.
Se acabó el día, pero, comenzó ésta noche, que ya pinta para hacerse eterna.
Como no puedo dormir, acá les va una improvisadita sabtosona, sólo para pasar a saludar.
Escribiré desde el teléfono, no leeré, no corregiré y te lo enviaré. Si estás aquí, acostúmbrate a las imtermitencias, a los brincos temáticos y a todo el yo, que no soy yo siendo tan yo, a éstas horas de la noche.
Escribo ésto sumergido en la profusa obscuridad de una noche eterna.
No es una noche cualquiera. Es la noche que más me ha durado; carente de estrellas, rabiosa y soplona, ésta noche para siempre me ha rayado en lo raquítico, en lo rápido y rapaz.
No excuso a la luz ni a sus ausencias, pero qué bueno es conocer un poco y saber que, para conciliar el sueño, hace falta una contrapostura, una delicada forma de esgrimir la espada del lenguaje y apoderarse, touché a touché, del equilibrio universal interno.
Quizás, entonces, el contrapeso de ésta noche eterna, es esa luz que siempre ronda en todos los afueras, que no son mi afuera, y que es búsqueda de todo aquel que no supo ver que la vela de la noche, dicho sea en calor de hogar, concentra más la luz que toda intensidad desperdigada en la raigambre intermitente de un rayo de sol.
Y es que… no sé si me explico, o si cada que brinco entre palabras soy el mismo, pero si algo nunca cambiará es el estado de nocturnalidad que existe aquí dentrito (dendrito, JA), sea de día, noche, o no se sepa ya, de tanto sumergirnos en la plasta que es vivir sin descansar, o dar tributo necesario a la misma obscuridad que -a diario-, el cuerpo nos demanda a los aquí presentes.
Más que un texto, éstas palabras son un rito profundo, teledirigido y paulatinamente derramado en los albores de las noches en vela que, pensándolo bien, son el vaivén que determina un rumbo, toda rumba, el oleaje extremo que nació sobre la superficie de un mar de sueños, o -bien-, una brújula que -aunque suene a ser colonizado, ya por falta de vocablos-, no necesita un norte.
Al final, durante las noches la vela es también un artefacto que abre puertas inciertas, esas que, escondidas en la esquina más obscura de la alcoba, revelan los laberintos menos intrincados de las almas: esos puertos de alunizajes raudos, de cráteres ubicuos, de mesetas incalculables, cuyos accidentes geológicos trepidaron hasta hacerse, siempre así, al fogón de la vela, al sopor previo a la noche, tras los pasos del sendero que abre el viento de la mente cuando, pesados, los párpados se transforman en telones detrás de los que las historias de los unos, van trenzándose con otras, hasta que la piel se agota y se hace polvo, en el fascinante laberinto sin muros que es la mente por las noches.
La ligera luz del teléfono en mis manos adormece mis sentidos, mi memoria, pero me permite abrir las puertas de la mente frente a ti y a esos ojos atedtados de negritud, que me leen ahora, con mis faltas y dedazos, con éste ojo entrecerrado que es tan tuyo ya, más bien, sabor a noche prolongada, a la desidia cortisólica; al humanito exagerado que se extiende en ancho cuando nadie escucha, cuando nadie aclama; porque así persiste ésta tectónica expansión que hay en la calma de pensarte.
Si tuviera que escribir un pensamiento final, diría lo siguiente:
En la cantina doblepuerta de la noche eterna, los tragos se sirven, siempre, bajo el halo frío de una vela a la que le sobra el navegar.
Descansen los que puedan.
Spiral out.